martes, 13 de noviembre de 2012

Propuesta de Santiago Levy


 La informalidad no resulta de algún programa específico de seguridad social, sino del entramado de todo el sistema. No es correcto señalar como causantes únicos de la informalidad al IMSS, al Infonavit, a la Ley Federal del Trabajo, o a este u otro programa no contributivo.

La raíz del problema está en el financiamiento asimétrico de la seguridad social en función del estatus laboral del trabajador. Esta asimetría resulta en que algunos trabajadores tienen derechos de seguridad social y otros no (o, como los trabajadores cambian entre trabajos formales e informales, que el mismo trabajador a veces tenga derechos y a veces no).

Si ese financiamiento asimétrico no existiera, la informalidad sería irrelevante. La educación pública en México se financia de la recaudación general. En consecuencia, los hijos de los trabajadores, formales e informales, van a las mismas escuelas públicas. Pero no van a las mismas clínicas públicas de salud.

En el caso de la educación, no hablamos de derechohabientes y no derechohabientes, ni de educación contributiva y no contributiva. En el caso de la salud y las pensiones, sí.


¿Quién paga realmente la seguridad social?

Sin contribuciones a la seguridad social, los salarios de los trabajadores formales serían 17% más altos, esto es, esos trabajadores podrían consumir un 17% más. Visto así, puede decirse que los trabajadores formales pagan un impuesto al consumo en la puerta de la fábrica para pagar su seguridad social (conocido como contribución a la seguridad social), y otro impuesto al consumo en la puerta de la tienda donde hacen sus compras (conocido como IVA).

Los trabajadores informales también pagan un impuesto al consumo en la puerta de la tienda (el IVA) pero ninguno en la puerta de la fábrica.

Así, los trabajadores formales pagan dos impuestos; los informales uno pero reciben beneficios de seguridad social crecientemente cercanos a los que reciben los formales.
En suma: financiamos la seguridad social con una mezcla de impuestos inequitativa, porque hay trabajadores informales con ingresos mayores que los formales, y porque el mismo trabajador a veces es formal y a veces no.

La mezcla también es contraproducente, porque castiga a los empleos productivos y subsidia a los improductivos, con lo cual todos los trabajadores pierden, ya que los salarios de todos son más bajos.

Además, esta mezcla genera un problema muy grave: segmenta permanentemente al país en un sector formal y otro informal, lo cual atenta contra la cohesión social.

¿Es posible organizar y financiar la seguridad social de una forma más equitativa, eficaz, sostenible y transparente?

¿Podemos convertir a la seguridad social en un instrumento de inclusión social?

¿Es posible superar el dilema entre productividad y ampliación de la cobertura de seguridad social?

La respuesta a las tres interrogantes es sí.


La propuesta

Esbozamos una propuesta de seguridad social universal para otorgar derechos iguales a todos los trabajadores del apartado A, independientemente de su estatus laboral. Su objetivo es más equidad y mayor productividad, simultáneamente.

La propuesta tiene tres partes. La primera otorga a todos los trabajadores:

1. Un seguro de salud igual al que hoy día reciben los trabajadores formales (paquete IMSS).
2. Una contribución a la cuenta individual de retiro igual a la que hoy día recibe un trabajador que gana dos salarios mínimos, pero durante toda su vida laboral (no sólo cuando es asalariado).
3. Un seguro de invalidez y de vida también con cobertura de dos salarios mínimos.

La segunda parte agrega para los trabajadores asalariados:
1. Un seguro de riesgos de trabajo y otro de guarderías, igual al que hoy reciben los afiliados al IMSS.
2. Contribuciones complementarias para pensiones de retiro y para el seguro de invalidez y vida que igualen las que reciben hoy los afiliados al IMSS.
3. Garantía de pensión mínima de retiro igual a la que hoy tienen los afiliados al IMSS.

La tercera parte supone:
1. Transferencias directas a las familias pobres para compensar el impacto de los impuestos al consumo con que se financiaría el sistema.
2. Compensación a los gobiernos estatales por las menores participaciones que recibirían dado que parte de los impuestos al consumo estarían etiquetados para seguridad social.
3. Terminar con el impuesto a la nómina para la vivienda (Infonavit).
4. Absorber el pasivo laboral del IMSS por el gobierno federal.

La idea clave es financiar los beneficios de la primera parte, que son comunes para todos, con el pago de un impuesto común, que no dependa de la condición laboral.
Al efecto, se propone crear una contribución para la seguridad social universal con la misma mecánica que el IVA, aplicando ambos tributos sobre todo el consumo, sin exenciones, con una tasa total de 16%. De ésta, 10% sería para el Fondo Nacional de Seguridad Social Universal y 6% sería el IVA para el gasto público general.
Los beneficios de la segunda parte, al ser sólo para asalariados, se pagarían con una contribución patronal sobre la nómina.

Impacto sobre la pobreza y la desigualdad. La propuesta tiene tres impactos sobre las familias pobres: uno negativo por el aumento en los gravámenes al consumo. Otro positivo por acceso a mejores beneficios de seguridad social. Uno más positivo al eliminarse el impuesto al empleo formal y el subsidio al empleo informal, lo que permite combatir la pobreza por la vía del empleo productivo. A mediano plazo éste sería uno de los efectos más importantes de la propuesta ya que estos impuestos y subsidios son mayores para los trabajadores pobres que los no pobres. Se fortalecería el combate a la pobreza por la vía del empleo productivo. El impacto neto es, sin ninguna ambigüedad, positivo.

La propuesta representa un esfuerzo importante de transformación institucional. Parte de lo mucho construido, pero reconoce que la arquitectura vigente nos atrapa en dilemas de los que es indispensable escapar.

Pero, ¿qué cuesta menos, la propuesta o las tendencias del statu quo? Sin duda, a pesar de los valiosos esfuerzos realizados en la última década, todavía será necesario incrementar los recursos para la salud. ¿Qué pasará con la informalidad si se expanden aún más los programas de salud no contributivos? En paralelo, ¿qué pasará cuando más de la mitad de los trabajadores del apartado A lleguen al retiro sin una pensión? Con seguridad, se ampliarán los programas para adultos mayores. Pero si se va a otorgar una pensión en esos momentos, ¿por qué no empezar a ahorrar para ella desde ahora, adelantándonos a la presión de gasto que se presentará, en un marco de responsabilidad fiscal? Además, ¿qué pasará con los incentivos al ahorro para el retiro si esos programas crecen y se vuelven permanentes? Por otro lado, en los próximos años será necesario enfrentar la problemática del pasivo laboral del IMSS. ¿Se incrementarán las cuotas al instituto o se deteriorarán los servicios o, como se propone aquí, se absorberá ese pasivo por el gobierno federal?

En otras palabras, en los próximos años el país gastará más en seguridad social, aun sin la propuesta (factor que debe considerarse al evaluar el déficit de la propuesta). Pero, ¿conviene gastar más con la misma combinación de programas, manteniendo el impuesto a la formalidad y acentuando el subsidio a la informalidad? ¿Por qué no mejor aumentar el gasto en seguridad social asociándole un aumento de la fuente de financiamiento, y hacerlo de forma que fomente la productividad, acrecente el ahorro, promueva la legalidad, fortalezca la sustentabilidad fiscal y amplíe la base tributaria?

viernes, 9 de noviembre de 2012

Síntesis de "Seguridad social universal: Un camino para México." por Santiago Levy


Entre 1960 y 2008 el producto per cápita de México cayó 14% comparado con el de Estados Unidos. Ello a pesar de que la acumulación de capital y el crecimiento de la fuerza de trabajo en México superaron al de Estados Unidos en 24%.
¿Por qué? La razón principal es que la productividad estadunidense creció más rápidamente que la mexicana. Comparada con la de ellos, nuestra productividad cayó 31%.
El problema central de nuestro bajo crecimiento no está en la tasa de ahorro ni en la de inversión. Ahorramos e invertimos más que el promedio de América Latina (¡y que Estados Unidos!).
Tampoco está en la falta de “creación de empleos”. En México creamos muchos empleos y la tasa de desempleo abierto es baja. También trabajamos más horas que el promedio de países de la OCDE.
Crecemos lentamente porque la productividad está estancada. Invertimos en empresas y creamos empleos de baja productividad. Para crecer rápidamente necesitamos empresas y empleos productivos.
La economía informal, que no paga impuestos ni otorga seguridades sociales, es una fuente muy importante de baja productividad.
Un peso de capital y trabajo invertido en el sector formal rinde entre 28% y 50% más que el mismo peso invertido en el sector informal. Esto se debe a que las empresas informales generalmente viven en la ilegalidad, son chicas, no tienen economías de escala, invierten poco en nuevas tecnologías y capacitación de sus trabajadores, tienen pocas innovaciones tecnológicas, su acceso al crédito es escaso y sus procesos productivos son sencillos. La informalidad también induce un exceso de trabajadores por cuenta propia, que difícilmente adquieren nuevas habilidades sobre todo si llevan a cabo sus actividades en la calle.
La informalidad se genera por distorsiones del régimen fiscal y de seguridad social. Sin menospreciar los aspectos fiscales, nos enfocaremos en este artículo a explorar la seguridad social como causa de informalidad y fuente de baja productividad.

La seguridad social en México está segmentada según el trabajo que se tiene.
Hay dos grandes clases de trabajadores: asalariados y no asalariados. Los asalariados tienen un “patrón” (empresa), cobran un salario y pagan impuestos en el lugar de trabajo. Estos trabajadores son sujetos de la seguridad social contributiva (SSC).
Los no asalariados trabajan por cuenta propia, en empresas familiares, o se asocian con empresas en relaciones donde no hay “patrón” y no reciben un salario sino pagos por comisión o por destajo. Estos trabajadores no pagan impuestos en el lugar de trabajo y son sujetos de la seguridad social no contributiva (SSNC).
Los trabajadores informales son los no asalariados y aquellos asalariados contratados ilegalmente por sus empresas. Reciben beneficios de la SSNC a través de diversos programas dispersos de salud, pensiones de retiro, guarderías y subsidios a la vivienda. No contribuyen para esos beneficios cuyo costo, equivalente en 2008 al 1.25% del PIB, es absorbido ciento por ciento por el gobierno.

Lo menos que puede decirse de este sistema dual es que es mala política social y mala política económica.
La SSC genera un impuesto al empleo formal: empresas y trabajadores pagan por beneficios sociales que los trabajadores no valoran del todo.
La SSNC representa un subsidio al empleo informal: los trabajadores reciben beneficios sociales que ni ellos, ni las empresas, pagan directamente.
El resultado es que se gravan con impuestos los empleos más productivos y se subsidian con gasto público los empleos menos productivos.
El impuesto al empleo formal genera varias distorsiones:
1. Induce a las empresas a evadir el pago de sus contribuciones a la seguridad social reduciendo su tamaño.
2. Genera elusión fiscal mediante rotación de trabajadores, manipulación del tiempo de los contratos y formas de contratación.
3. Fomenta el empleo por cuenta propia y la proliferación de empresas familiares sin relación obrero-patronal.
Por su parte, el subsidio al empleo informal agrava los tres problemas anteriores y además subsidia la evasión de impuestos (los trabajadores asalariados reciben beneficios gratuitos si las empresas que los contratan violan la ley). También desvincula los beneficios del pago de contribuciones y erosiona la sustentabilidad fiscal.

Según el Censo Económico de 2008 había en México tres millones 735 mil 347 establecimientos económicos. El 90% tenía menos de cinco trabajadores, el 96% menos de 10 y sólo 1% más de 50. Del total de esos establecimientos sólo 795 mil 466 estaban registrados en el IMSS.
México puede estar atrapado en un círculo vicioso de informalidad y baja productividad. Su secuencia de autoalimentación es la siguiente: el impuesto al empleo formal fomenta empresas precarias que evaden y generan malos empleos; también fomenta excesivo empleo por cuenta propia. Muchos trabajadores quedan excluidos de la SSC. Para ofrecerles al menos algunos beneficios sociales, el gobierno crea o expande programas de SSNC.
Esto equivale a premiar con subsidios la informalidad y a estimular su reproducción, lo cual a su vez redunda en más empresas precarias que evaden y generan empleos poco productivos, y más empleo por cuenta propia.
La situación plantea un dilema entre productividad y bienestar social: por una parte, no hay que fomentar la informalidad; por la otra, hay que mejorar los programas sociales para la población desprotegida. Por un lado, es urgente ampliar la base tributaria y fomentar la productividad para acelerar el crecimiento; por el otro, es indispensable extender la cobertura de salud, de pensiones y de guarderías para aumentar la equidad.


Esbozamos una propuesta de seguridad social universal para otorgar derechos iguales a todos los trabajadores del apartado “A”, independientemente de su estatus laboral. Su objetivo es más equidad y mayor productividad, simultáneamente.
La propuesta tiene tres partes. La primera otorga a todos los trabajadores: 1. Un seguro de salud igual al que hoy día reciben los trabajadores formales (paquete IMSS).
2. Una contribución a la cuenta individual de retiro igual a la que hoy día recibe un trabajador que gana dos salarios mínimos, pero durante toda su vida laboral (no sólo cuando es asalariado).
3. Un seguro de invalidez y de vida también con cobertura de dos salarios mínimos.
La segunda parte agrega para los trabajadores asalariados:
1. Un seguro de riesgos de trabajo y otro de guarderías, igual al que hoy reciben los afiliados al IMSS.
2. Contribuciones complementarias para pensiones de retiro y para el seguro de invalidez y vida que igualen las que reciben hoy los afiliados al IMSS.
3. Garantía de pensión mínima de retiro igual a la que hoy tienen los afiliados al IMSS.
La tercera parte supone:
1. Transferencias directas a las familias pobres para compensar el impacto de los impuestos al consumo con que se financiaría el sistema.
2. Compensación a los gobiernos estatales por las menores participaciones que recibirían dado que parte de los impuestos al consumo estarían etiquetados para seguridad social.
3. Terminar con el impuesto a la nómina para la vivienda (Infonavit).
4. Absorber el pasivo laboral del IMSS por el gobierno federal.
La idea clave es financiar los beneficios de la primera parte, que son comunes para todos, con el pago de un impuesto común, que no dependa de la condición laboral. Al efecto, se propone crear una contribución para la seguridad social universal con la misma mecánica que el IVA, aplicando ambos tributos sobre todo el consumo, sin exenciones, con una tasa total de 16%. De ésta, 10% sería para el Fondo Nacional de Seguridad Social Universal y 6% sería el IVA para el gasto público general.Los beneficios de la segunda parte, al ser sólo para asalariados, se pagarían con una contribución patronal sobre la nómina.
Los consumidores pagarían un IVA de 6% y una contribución a la seguridad social universal (CSSU) de 10%, ambas sobre toda la canasta de consumo, para un total de 16%.
Todos los recursos de la CSSU entrarían a un apartado nuevo del presupuesto federal, el Fondo Nacional para la Seguridad Social Universal (FNSSU), cuyos propósitos serían cuatro.
Primero, exigibilidad de los derechos sociales de los trabajadores: ni un peso del Fondo sería ejercido por el gobierno federal. Parte de los recursos iría directamente a las cuentas de los trabajadores, y parte al IMSS y los gobiernos estatales para los estrictos fines del seguro de salud.
Segundo, transparencia y rendición de cuentas: no pueden usarse los recursos del Fondo para ningún otro propósito.
Tercero, sustentabilidad fiscal: la seguridad social de los trabajadores asalariados y no asalariados está plenamente financiada y no crea desequilibrios fiscales o pasivos contingentes. (Esto pondría a México en la vanguardia mundial en esta materia.)
Cuarto, vínculo directo entre beneficios y contribuciones: beneficios permanentes están vinculados a una fuente de financiamiento permanente. Ajustes a los beneficios requieren ajustes a las contribuciones.
Las transferencias directas de dinero a las familias pobres se realizarían a través del programa Oportunidades, por lo que no hay ningún reto operativo adicional.
Tampoco se vislumbran mayores dificultades en las compensaciones que se harían a los gobiernos estatales por la menor recaudación del IVA.
La absorción del pasivo laboral del IMSS abriría la puerta para la transformación de esa institución a favor de la calidad.
La desvinculación del Infonavit del impuesto a la nómina aprovecharía los grandes avances de esa institución en los últimos años, sin afectar su capacidad de financiamiento a la vivienda.
La propuesta se llevaría a la práctica, desde luego, de manera gradual. El aumento en la recaudación de impuestos al consumo se podría lograr en tres o cuatro años, los beneficios también.
México no debe construir un Estado de bienestar sobre una base fiscal angosta completada por la renta petrolera. Tampoco debe combatir la pobreza sólo con transferencias de ingreso, ni aspirar a una prosperidad duradera sobre el estancamiento de la productividad; menos debe subsidiar las conductas evasivas y minar el Estado de derecho.
México necesita aumentar la tasa de crecimiento, para lo cual es indispensable aumentar la productividad y el ahorro. Debe fortalecer la inclusión social y la equidad, construyendo un Estado de bienestar moderno y eficaz. Debe acelerar el combate a la pobreza, reconvirtiendo empleos improductivos a productivos. Debe, finalmente, fortalecer su democracia, estableciendo un vínculo claro entre derechos y obligaciones.
La propuesta esbozada aquí contribuye a que el país pueda avanzar en todas esas dimensiones. Representaría la mayor expansión de los derechos sociales de los trabajadores desde la fundación del IMSS en 1943.
Tenemos que transitar simultáneamente por la ruta de la equidad y de la productividad, no una a costa de la otra, o sólo una y no la otra. Sumar voluntades a favor de esos dos objetivos, y darle contenido político, jurídico, administrativo, programático y presupuestario es trazar un camino para México.


lunes, 5 de noviembre de 2012

Síntesis de «Nuevo paradigma mexicano» de Jorge G Castañeda y Héctor Aguilar Camín

México ha sido durante mucho tiempo preso de su historia. Ideas, creencias, intereses heredados le han impedido moverse con rapidez al lugar que quieren sus ciudadanos. La herencia del nacionalismo revolucionario estableció tradiciones indesafiables: nacionalismo energético, congelación de la propiedad de la tierra, sindicalismo monopólico, legalidad negociada, dirigismo estatal, “soberanismo” defensivo, corrupción consuetudinaria. Éstos fueron vicios, creencias y costumbres que el país adquirió en distintos momentos de su historia, un coctel anacrónico pero que fue bien sembrado en la conciencia y la conducta públicas, y que se resiste aún a abandonar la escena, encarnado como está en hábitos sociales, intereses económicos y clientelas políticas que repiten viejas fórmulas porque defienden viejos intereses.
La noticia es que todo esto puede haber cambiado y el país se dispone a dejar atrás, de una vez por todas, sus lastres mentales.
Los años de la democracia han sido de frutos magros, si se les compara con las desorbitadas esperanzas que la propia democracia generó, pero han traído al primer plano de la vida pública al menos el inicio de un nuevo paradigma nacional, una visible convergencia de la mayoría de los mexicanos en torno a valores y exigencias que pueden parecer normales en cualquier democracia y cualquier economía modernas, pero que no se han vuelto parte del paisaje de México sino en los últimos años, justamente con la apertura de su vida política a la competencia democrática, y de su economía al libre mercado y la globalización. Son los valores de una nueva cultura política que bien pudiera ya ser el nuevo piso común donde estamos parados. Son relativas novedades históricas, certidumbres colectivas que poco o nada tienen que ver con el horizonte anterior del nacionalismo revolucionario. Abusando del prestigio del número, digamos diez:

Primero, la convicción de que no hay otra vía legítima para alcanzar el poder o conservarlo que las elecciones y que éstas deben ser: libres, equitativas, minuciosamente democráticas.

Segundo, el clamor nacional contra la corrupción y su contraparte: la exigencia de transparencia y rendición de cuentas en todas las instancias de gobierno y de todas las formas de ejercicio del poder.

Tercero, el compromiso universal con los derechos humanos, con la vigencia del Estado de derecho, la igualdad ante la ley y su contraparte: el repudio a la impunidad y al privilegio.

Cuarto, la exasperada demanda en una solución de fondo, propiamente histórica, a la baja calidad de las instituciones de procuración de justicia y seguridad pública.

Quinto, el imperativo moral de combatir la pobreza, asociada a la alta expectativa de un sistema de seguridad social universal que acompañe y consolide el paso de una sociedad históricamente desigual extrema a una de clases medias mayoritarias y homogéneas.

Sexto, el rechazo a toda política de déficit públicos, desequilibrios macroeconómicos o discrecionalidad gubernamental en el ejercicio del gasto público.

Séptimo, una cultura pública contraria a la lógica abusiva de monopolios, oligopolios y poderes fácticos de toda condición y origen, públicos o privados, individuales o corporativos, sindicales o empresariales.

Octavo, una apertura a las ventajas de la globalización, el libre comercio y la integración económica con América del Norte, a la que el país acude con profundidad, eficacia y creciente conciencia de sus enormes oportunidades.

Noveno, un rechazo a la violencia y la exigencia de un Estado fuerte capaz de contenerla, no para regresar a su antiguo estatus de instancia controladora y opresiva sino para cumplir la tarea primera de un Estado que es dar seguridad a sus ciudadanos.

Décimo, una difusa, frustrada, incrédula pero potente aspiración de crecimiento económico, oportunidades, empleos, creación de riqueza y prosperidad.

El nacionalismo revolucionario que engendró al PRI ha sido desplazado a fuego lento por este nuevo paradigma, que la campaña presidencial y los resultados electorales del 2 de julio de 2012 dejaron ver con claridad, aunque no otorgaran a nadie un mandato único para llevarlo a cabo.

Las elecciones de 2012 volvieron a poner a México en la situación de un gobierno dividido, con una izquierda más inclinada a bloquear que a inducir reformas modernizadoras, y una rivalidad del PRI y el PAN que podría echar por tierra en la lucha política de cada día los ostensibles acuerdos estratégicos que ambos partidos comparten sobre los cambios de fondo que el país necesita. El hecho político de fondo es que nunca han estado más cerca los propósitos estratégicos de cambio y las políticas públicas propuestas por el PRI y por el PAN, al tiempo que en la izquierda empieza a verse el atisbo de una corriente dispuesta no sólo a bloquear sino también a pactar y a influir en los cambios.

Lo cierto es que el PAN y el PRI pueden volver a ser aliados en los años que vienen pues coinciden en cuestiones fundamentales. Pero el triunfo del PRI en las elecciones de 2012 presenta un problema anterior: la pregunta de si en vez de un salto político México no podría estar viviendo un salto hacia atrás, una restauración priista.

Creemos que la restauración en un sentido estricto, y aun en el laxo, no parece una opción clara y viable para nadie, empezando por el nuevo gobierno, cuyas acciones estarán severamente limitadas por un balance de poderes de realidad innegable. Históricamente en México quien dice restauración dice también populismo, alude a las peores tradiciones del PRI: un Estado autoritario, sostenido en la cooptación de clientelas, cuya irresponsabilidad fiscal crónica (sistémica) engendró las crisis económicas de 1976, 1982, 1987, 1994, y lo hizo perder la presidencia en el año 2000.

La restauración puntual de aquel régimen es imposible porque la democracia hizo pedazos su pieza clave, a saber: la existencia de un partido hegemónico, con mayoría constitucional soviética en las cámaras, cuyo dueño era un presidente sin contrapesos ni en los otros poderes públicos, ni en los órganos de decisión económica, ni en la selección de los altos puestos políticos, otorgados todos desde arriba gracias al control abrumador del PRI sobre las elecciones y sobre la política profesional.

Si el paisaje de los contrapesos a una restauración es convincente, el de las convergencias hacia el futuro en reformas clave para el país es prometedor y ha sido premiado abrumadoramente por los votantes.

Todos los candidatos coincidieron en estas cinco cosas: 1. Seguridad: Más y mejores policías y retiro gradual de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública. 2.
Corrupción: Creación de un organismo o de una comisión nacional contra la corrupción. 3. Educación: Evaluación independiente del sistema educativo. 4. Hacienda: Supresión de exenciones y privilegios fiscales. 5. Procuración de justicia: Autonomía técnica del Ministerio Público.

A estos consensos pudieron sumarse varios acuerdos puntuales de cuatro partidos —PRI, PAN, PVEM y Panal— que sumaron poco menos del 70% de la intención de voto. Son los siguientes:

1. Petróleo. Abrir Pemex a la inversión privada.

2. Estado de bienestar: Crear una red de seguridad social universal.

3. Inversión. Fomentar la inversión asociada de fondos públicos y fondos privados.

Para hacer un gobierno exitoso, de altos rendimientos económicos y sociales, el PRI necesita las reformas que él mismo ha contribuido a detener en estos años: en el ámbito energético, fiscal, laboral y educativo. El PAN quiere a cambio tres o cuatro reformas políticas de la mayor importancia: reelección de legisladores y alcaldes, la segunda vuelta en la elección presidencial, referéndum vinculante para cambiar la Constitución y reforma de los sindicatos públicos con tres decisiones clave: fin a la retención y entrega de cuotas sindicales por el gobierno, fin a la llamada “toma de nota”, mediante la cual el gobierno reconoce a las dirigencias sindicales, y fin a la cláusula de exclusión, mediante la cual un sindicato puede expulsar del trabajo a quien no se subordina política y laboralmente a sus criterios. Peña Nieto ha manifestado su desacuerdo tajante o con matices a todos estos puntos.

Se diría que la mesa está puesta para que, como ha empezado a suceder en los meses del interregno, el gobierno y las oposiciones que suman en el Congreso una mayoría constitucional puedan adelantar la agenda y poner fin a demasiados años de lentitud y posposición de las decisiones estratégicas necesarias.

Los meses del interregno transcurrido desde las elecciones de julio parecen los más prometedores de mucho tiempo. Para empezar, en el primer periodo de sesiones del nuevo Congreso entró en vigor la reforma que permite al presidente enviar dos iniciativas de ley de obligatoria revisión, dictaminación y voto en los treinta días siguientes a su llegada a las cámaras (treinta para los diputados y treinta para los senadores). En el marco de una transición suave y pactada, el gobierno saliente envió al Congreso dos iniciativas, una que uniforma la contabilidad pública nacional, evitando opacidades y trampas por diversos sistemas de registros, instrumento técnico clave de transparencia, otra la referida al trabajo, que incluye un capítulo propiamente laboral y otro de regulación de la vida política y la rendición de cuentas de los sindicatos.

El resto de la agenda congresional para el interregno y los primeros meses del nuevo gobierno, va en el rumbo del nuevo paradigma. Se han planteado, propuesto o comprometido por el nuevo gobierno cambios legislativos para dos tipos de reformas: las de carácter estructural y las derivadas de la coyuntura política posterior a las elecciones.

Las primeras se refieren a la cuestión laboral, ya comentada; la cuestión energética, que incluye la apertura de Pemex a la inversión privada; la cuestión hacendaria, que supone el cierre de las exenciones y privilegios fiscales, asunto vinculado, como hemos dicho antes, a la más ambiciosa de las reformas planteadas por el gobierno entrante: el financiamiento y construcción de un sistema universal de seguridad social para todos los mexicanos, por el hecho de serlo.

El fragor de la batalla electoral trajo a la agenda tres reformas de coyuntura, destinadas a satisfacer reclamos de la opinión pública y de la oposición, que el gobierno entrante codificó en tres propuestas: una comisión nacional autónoma contra la corrupción, una ampliación de las facultades de investigación del Instituto Federal de Acceso a la Información a las finanzas de estados y municipios, y una comisión ciudadana adicional para administrar un mecanismo transparente de gasto de dinero público en los medios de comunicación.

Difícil imaginar un proceso legislativo virtuoso que, venciendo la lógica fatal de los gobiernos divididos, produzca de pronto una lluvia de acuerdos y reformas, luego de quince años de frenos y bloqueos. Lo importante no será tanto cuántas reformas se aprueben sino cuántas señales trascendentes puedan enviarse desde el gobierno y el Congreso sobre el lugar adonde se quiere ir, como Estado y como país. A nuestro juicio, tres señales fundamentales serían las siguientes:

Primero, poner fin al tabú petrolero mediante una reforma constitucional que permita la inversión privada minoritaria en Pemex. Pemex es más que una empresa, es un emblema. Abrirla a la inversión privada representaría un salto legal y simbólico de grandes proporciones, un antes y un después mental en la historia contemporánea de México. El mensaje sería poderoso: México dice adiós finalmente a las trabas que le impone su pasado y apuesta al futuro.

Segundo, un plan de inversión pública en infraestructura de cara al nuevo mapa regional de México, para conectar a las regiones entre sí y para fortalecer sus vínculos con el resto del mundo: puertos, puentes, carreteras, aeropuertos, aduanas internas, claustros industriales, centros de autorización para comercio con Estados Unidos, redes de conectividad y multiplicación de ancho de banda.

Tercero, pero quizá lo más importante: un aumento sustancial de los recursos públicos atados al financiamiento de un piso de seguridad social universal, para todos los mexicanos por el hecho de serlo. Pensamos en la equidad social como una estrategia de creación y distribución de riqueza, no sólo como combate asistencial a la pobreza. Sin un piso de consumidores protegidos y fortalecidos por un sistema universal de seguridad social que reduzca la informalidad, el mercado interno y la productividad no mejorarán todo lo que el país necesita para iniciar un ciclo largo, sostenido, socialmente equilibrado de crecimiento. Y nada que no sea un ciclo sostenido de prosperidad puede abrir el paso a un ciclo correspondiente de equidad. Cualquier otra cosa será repetir la película de luces y sombras de siempre: modernidad y miseria, planta exportadora de primer mundo y economía interna de cuarto.

Lo primero que tienen que hacer los países para ser prósperos es proponérselo. No hemos dado ese paso y por eso seguimos contando nuestras caídas en lugar de estar midiendo nuestros saltos. México ha alcanzado una estabilidad macroeconómica que no tuvo en las últimas décadas del siglo XX, pero no ha tenido el crecimiento que el bienestar de su población requiere. El verdadero mal a corregir en México no es la pobreza sino la mediocre creación de riqueza, porque la única forma irreversible y definitiva de combatir la pobreza es creando la riqueza que la transforme en oportunidades y la deje atrás. El mensaje para el futuro es que si no queremos seguir contando alzas y bajas en nuestra pobreza tenemos que desatar un proceso definitivo de crecimiento. Lo innegociable a partir de 2013 debe ser la exigencia nacional de prosperidad pues sólo de ella vendrá el bienestar duradero y generalizado que el país puede alcanzar en el curso de la siguiente generación.


Con lo tratado en le texto, creo que México a pesar de que será gobernado por el PRI de nuevo, no se encuentra en la misma situación de hace 70 años. Las cosas han cambiado y se ha creado un nuevo paradigma al cual los nuevos gobernantes tendrán que ajustarse.