México ha sido durante mucho tiempo
preso de su historia. Ideas, creencias, intereses heredados le han impedido
moverse con rapidez al lugar que quieren sus ciudadanos. La herencia del
nacionalismo revolucionario estableció tradiciones indesafiables: nacionalismo
energético, congelación de la propiedad de la tierra, sindicalismo monopólico,
legalidad negociada, dirigismo estatal, “soberanismo” defensivo, corrupción
consuetudinaria. Éstos fueron vicios, creencias y costumbres que el país
adquirió en distintos momentos de su historia, un coctel anacrónico pero que
fue bien sembrado en la conciencia y la conducta públicas, y que se resiste aún
a abandonar la escena, encarnado como está en hábitos sociales, intereses
económicos y clientelas políticas que repiten viejas fórmulas porque defienden
viejos intereses.
La noticia es que
todo esto puede haber cambiado y el país se dispone a dejar atrás, de una vez
por todas, sus lastres mentales.
Los
años de la democracia han sido de frutos magros, si se les compara con las
desorbitadas esperanzas que la propia democracia generó, pero han traído al
primer plano de la vida pública al menos el inicio de un nuevo paradigma
nacional, una visible convergencia de la mayoría de los mexicanos en torno a
valores y exigencias que pueden parecer normales en cualquier democracia y
cualquier economía modernas, pero que no se han vuelto parte del paisaje de
México sino en los últimos años, justamente con la apertura de su vida política
a la competencia democrática, y de su economía al libre mercado y la
globalización. Son los valores de una nueva cultura política que bien pudiera
ya ser el nuevo piso común donde estamos parados. Son relativas novedades
históricas, certidumbres colectivas que poco o nada tienen que ver con el
horizonte anterior del nacionalismo revolucionario. Abusando del prestigio del
número, digamos diez:
Primero, la convicción de que no hay
otra vía legítima para alcanzar el poder o conservarlo que las elecciones y que
éstas deben ser: libres, equitativas, minuciosamente democráticas.
Segundo, el clamor nacional contra la
corrupción y su contraparte: la exigencia de transparencia y rendición de
cuentas en todas las instancias de gobierno y de todas las formas de ejercicio
del poder.
Tercero, el compromiso universal con
los derechos humanos, con la vigencia del Estado de derecho, la igualdad ante
la ley y su contraparte: el repudio a la impunidad y al privilegio.
Cuarto, la exasperada demanda en una
solución de fondo, propiamente histórica, a la baja calidad de las instituciones
de procuración de justicia y seguridad pública.
Quinto, el imperativo moral de combatir
la pobreza, asociada a la alta expectativa de un sistema de seguridad social
universal que acompañe y consolide el paso de una sociedad históricamente desigual
extrema a una de clases medias mayoritarias y homogéneas.
Sexto, el rechazo a toda política de
déficit públicos, desequilibrios macroeconómicos o discrecionalidad
gubernamental en el ejercicio del gasto público.
Séptimo, una cultura pública contraria
a la lógica abusiva de monopolios, oligopolios y poderes fácticos de toda
condición y origen, públicos o privados, individuales o corporativos,
sindicales o empresariales.
Octavo, una apertura a las ventajas de
la globalización, el libre comercio y la integración económica con América del
Norte, a la que el país acude con profundidad, eficacia y creciente conciencia
de sus enormes oportunidades.
Noveno, un rechazo a la violencia y la
exigencia de un Estado fuerte capaz de contenerla, no para regresar a su
antiguo estatus de instancia controladora y opresiva sino para cumplir la tarea
primera de un Estado que es dar seguridad a sus ciudadanos.
Décimo, una difusa, frustrada,
incrédula pero potente aspiración de crecimiento económico, oportunidades,
empleos, creación de riqueza y prosperidad.
El nacionalismo revolucionario que
engendró al PRI ha sido desplazado a fuego lento por este nuevo paradigma, que
la campaña presidencial y los resultados electorales del 2 de julio de 2012
dejaron ver con claridad, aunque no otorgaran a nadie un mandato único para
llevarlo a cabo.
Las elecciones de 2012 volvieron a
poner a México en la situación de un gobierno dividido, con una izquierda más
inclinada a bloquear que a inducir reformas modernizadoras, y una rivalidad del
PRI y el PAN que podría echar por tierra en la lucha política de cada día los
ostensibles acuerdos estratégicos que ambos partidos comparten sobre los
cambios de fondo que el país necesita. El hecho político de fondo es que nunca
han estado más cerca los propósitos estratégicos de cambio y las políticas
públicas propuestas por el PRI y por el PAN, al tiempo que en la izquierda
empieza a verse el atisbo de una corriente dispuesta no sólo a bloquear sino
también a pactar y a influir en los cambios.
Lo cierto es que el PAN y el PRI pueden
volver a ser aliados en los años que vienen pues coinciden en cuestiones
fundamentales. Pero el triunfo del PRI en las elecciones de 2012 presenta un
problema anterior: la pregunta de si en vez de un salto político México no
podría estar viviendo un salto hacia atrás, una restauración priista.
Creemos que la restauración en un
sentido estricto, y aun en el laxo, no parece una opción clara y viable para
nadie, empezando por el nuevo gobierno, cuyas acciones estarán severamente
limitadas por un balance de poderes de realidad innegable. Históricamente en
México quien dice restauración dice también populismo, alude a las peores
tradiciones del PRI: un Estado autoritario, sostenido en la cooptación de
clientelas, cuya irresponsabilidad fiscal crónica (sistémica) engendró las
crisis económicas de 1976, 1982, 1987, 1994, y lo hizo perder la presidencia en
el año 2000.
La restauración puntual de aquel
régimen es imposible porque la democracia hizo pedazos su pieza clave, a saber:
la existencia de un partido hegemónico, con mayoría constitucional soviética en
las cámaras, cuyo dueño era un presidente sin contrapesos ni en los otros
poderes públicos, ni en los órganos de decisión económica, ni en la selección
de los altos puestos políticos, otorgados todos desde arriba gracias al control
abrumador del PRI sobre las elecciones y sobre la política profesional.
Si el paisaje de los contrapesos a una
restauración es convincente, el de las convergencias hacia el futuro en
reformas clave para el país es prometedor y ha sido premiado abrumadoramente
por los votantes.
Todos los candidatos coincidieron en
estas cinco cosas: 1. Seguridad: Más y mejores policías y retiro gradual de las
fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública. 2.
Corrupción:
Creación de un organismo o de una comisión nacional contra la corrupción. 3.
Educación: Evaluación independiente del sistema educativo. 4. Hacienda:
Supresión de exenciones y privilegios fiscales. 5. Procuración de justicia:
Autonomía técnica del Ministerio Público.
A estos consensos pudieron sumarse
varios acuerdos puntuales de cuatro partidos —PRI, PAN, PVEM y Panal— que
sumaron poco menos del 70% de la intención de voto. Son los siguientes:
1.
Petróleo. Abrir Pemex a la inversión privada.
2.
Estado de bienestar: Crear una red de seguridad social universal.
3.
Inversión. Fomentar la inversión asociada de fondos públicos y fondos privados.
Para hacer un gobierno exitoso, de
altos rendimientos económicos y sociales, el PRI necesita las reformas que él
mismo ha contribuido a detener en estos años: en el ámbito energético, fiscal,
laboral y educativo. El PAN quiere a cambio tres o cuatro reformas políticas de
la mayor importancia: reelección de legisladores y alcaldes, la segunda vuelta
en la elección presidencial, referéndum vinculante para cambiar la Constitución
y reforma de los sindicatos públicos con tres decisiones clave: fin a la
retención y entrega de cuotas sindicales por el gobierno, fin a la llamada
“toma de nota”, mediante la cual el gobierno reconoce a las dirigencias
sindicales, y fin a la cláusula de exclusión, mediante la cual un sindicato
puede expulsar del trabajo a quien no se subordina política y laboralmente a
sus criterios. Peña Nieto ha manifestado su desacuerdo tajante o con matices a
todos estos puntos.
Se diría que la mesa está puesta para
que, como ha empezado a suceder en los meses del interregno, el gobierno y las
oposiciones que suman en el Congreso una mayoría constitucional puedan
adelantar la agenda y poner fin a demasiados años de lentitud y posposición de
las decisiones estratégicas necesarias.
Los meses del interregno transcurrido
desde las elecciones de julio parecen los más prometedores de mucho tiempo.
Para empezar, en el primer periodo de sesiones del nuevo Congreso entró en
vigor la reforma que permite al presidente enviar dos iniciativas de ley de
obligatoria revisión, dictaminación y voto en los treinta días siguientes a su
llegada a las cámaras (treinta para los diputados y treinta para los senadores).
En el marco de una transición suave y pactada, el gobierno saliente envió al
Congreso dos iniciativas, una que uniforma la contabilidad pública nacional,
evitando opacidades y trampas por diversos sistemas de registros, instrumento
técnico clave de transparencia, otra la referida al trabajo, que incluye un
capítulo propiamente laboral y otro de regulación de la vida política y la
rendición de cuentas de los sindicatos.
El resto de la agenda congresional para
el interregno y los primeros meses del nuevo gobierno, va en el rumbo del nuevo
paradigma. Se han planteado, propuesto o comprometido por el nuevo gobierno
cambios legislativos para dos tipos de reformas: las de carácter estructural y
las derivadas de la coyuntura política posterior a las elecciones.
Las primeras se refieren a la cuestión
laboral, ya comentada; la cuestión energética, que incluye la apertura de Pemex
a la inversión privada; la cuestión hacendaria, que supone el cierre de las
exenciones y privilegios fiscales, asunto vinculado, como hemos dicho antes, a
la más ambiciosa de las reformas planteadas por el gobierno entrante: el
financiamiento y construcción de un sistema universal de seguridad social para
todos los mexicanos, por el hecho de serlo.
El fragor de la batalla electoral trajo
a la agenda tres reformas de coyuntura, destinadas a satisfacer reclamos de la
opinión pública y de la oposición, que el gobierno entrante codificó en tres
propuestas: una comisión nacional autónoma contra la corrupción, una ampliación
de las facultades de investigación del Instituto Federal de Acceso a la
Información a las finanzas de estados y municipios, y una comisión ciudadana
adicional para administrar un mecanismo transparente de gasto de dinero público
en los medios de comunicación.
Difícil imaginar un proceso legislativo
virtuoso que, venciendo la lógica fatal de los gobiernos divididos, produzca de
pronto una lluvia de acuerdos y reformas, luego de quince años de frenos y
bloqueos. Lo importante no será tanto cuántas reformas se aprueben sino cuántas
señales trascendentes puedan enviarse desde el gobierno y el Congreso sobre el
lugar adonde se quiere ir, como Estado y como país. A nuestro juicio, tres
señales fundamentales serían las siguientes:
Primero, poner fin al tabú petrolero
mediante una reforma constitucional que permita la inversión privada
minoritaria en Pemex. Pemex es más que una empresa, es un emblema. Abrirla a la
inversión privada representaría un salto legal y simbólico de grandes
proporciones, un antes y un después mental en la historia contemporánea de
México. El mensaje sería poderoso: México dice adiós finalmente a las trabas
que le impone su pasado y apuesta al futuro.
Segundo, un plan de inversión pública
en infraestructura de cara al nuevo mapa regional de México, para conectar a
las regiones entre sí y para fortalecer sus vínculos con el resto del mundo:
puertos, puentes, carreteras, aeropuertos, aduanas internas, claustros
industriales, centros de autorización para comercio con Estados Unidos, redes
de conectividad y multiplicación de ancho de banda.
Tercero, pero quizá lo más importante:
un aumento sustancial de los recursos públicos atados al financiamiento de un
piso de seguridad social universal, para todos los mexicanos por el hecho de
serlo. Pensamos en la equidad social como una estrategia de creación y
distribución de riqueza, no sólo como combate asistencial a la pobreza. Sin un
piso de consumidores protegidos y fortalecidos por un sistema universal de
seguridad social que reduzca la informalidad, el mercado interno y la
productividad no mejorarán todo lo que el país necesita para iniciar un ciclo
largo, sostenido, socialmente equilibrado de crecimiento. Y nada que no sea un
ciclo sostenido de prosperidad puede abrir el paso a un ciclo correspondiente
de equidad. Cualquier otra cosa será repetir la película de luces y sombras de
siempre: modernidad y miseria, planta exportadora de primer mundo y economía
interna de cuarto.
Lo primero que tienen que hacer los
países para ser prósperos es proponérselo. No hemos dado ese paso y por eso
seguimos contando nuestras caídas en lugar de estar midiendo nuestros saltos.
México ha alcanzado una estabilidad macroeconómica que no tuvo en las últimas
décadas del siglo XX, pero no ha tenido el crecimiento que el bienestar de su población
requiere. El verdadero mal a corregir en México no es la pobreza sino la
mediocre creación de riqueza, porque la única forma irreversible y definitiva
de combatir la pobreza es creando la riqueza que la transforme en oportunidades
y la deje atrás. El mensaje para el futuro es que si no queremos seguir
contando alzas y bajas en nuestra pobreza tenemos que desatar un proceso
definitivo de crecimiento. Lo innegociable a partir de 2013 debe ser la
exigencia nacional de prosperidad pues sólo de ella vendrá el bienestar
duradero y generalizado que el país puede alcanzar en el curso de la siguiente
generación.
Con lo tratado en le texto, creo que
México a pesar de que será gobernado por el PRI de nuevo, no se encuentra en la
misma situación de hace 70 años. Las cosas han cambiado y se ha creado un nuevo
paradigma al cual los nuevos gobernantes tendrán que ajustarse.
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