Las elecciones federales del 2 de julio de 2000 cerraron
el ciclo del cambio político en México. El largo proceso de transición a la
democracia concluyó así con la alternancia del partido que mantuvo el poder por
más de siete décadas. Luego de la batalla electoral, los retos que habrá de
enfrentar el nuevo gobierno se adivinan ya en todas las áreas del quehacer
público, particularmente en lo que será la relación entre el Poder Ejecutivo y
el Legislativo. Instalados en la lógica democrática, los mexicanos viviremos
por segunda ocasión consecutiva el accionar de un presidente sin el apoyo de un
partido político mayoritario en el Congreso.
Por
diversas razones, el esquema de control político permitió siempre a los presidentes
emanados del Partido Revolucionario Institucional operar sus gobiernos desde la
certidumbre de una mayoría parlamentaria. El diseño excepcional de nuestro
presidencialismo y la presencia permanente de un Congreso en los hechos unipartidista,
así como la disposición que el Ejecutivo tuvo de utilizar amplias prerrogativas
constitucionales y poderes defacto, contribuyeron a tener un Poder
Legislativo debilitado y ausente del debate nacional, con escasas posibilidades
de actuar de manera autónoma y de contrarrestar decisiones del Ejecutivo,
eventualmente perniciosas para el sano desenvolvimiento de las instituciones
mexicanas.
Hoy, esos viejos modelos de convivencia se han agotado y
su lugar lo ocupan la diversidad política, el contrapeso de la representación
ciudadana y una cada vez más presente acción de control del Poder Legislativo.
Con todo, los dilemas que la pluralidad democrática ha abierto contienen altas
dosis de incertidumbre, que hacen pensar, en ocasiones, que el horizonte de la
relación entre poderes es un espacio más de confrontación que de colaboración.
Este trabajo pretende responder algunas de esas interrogantes.
La división de poderes nació de la clásica propuesta de
Montesquieu, quien llamó obra maestra de la legislación a «un gobierno moderado
donde las fuerzas políticas adquirieran un orden, donde tuvieran un contrapeso
y un lastre que las equilibrara, que las pusiera en estado de resistir unas a
otras»
El realismo político tradujo la tesis del filósofo francés
en El Federalista, donde Madison, Hamilton y Jay, padres fundadores del
constitucionalismo norteamericano, discutieron las bondades y peligros del
gobierno representativo. Para ellos, la división de poderes era la condición
necesaria para el funcionamiento de una democracia; dividir el poder era entonces
imperativo legal para evitar que las facciones (porque ciertamente los partidos
políticos no figuraban aún como los actores principales de la democracia)
monopolizaran el poder. Los federalistas pensaron que tiranía de uno o
de muchos, tiranía de notables o de electos, sería la misma cosa sin un mecanismo
para separar las funciones Ejecutiva, Legislativa y Judicial. E l éxito d e la
fórmula estaría justamente asegurado en un atinado diseño de pesos y
contrapesos en el ejercicio del poder político.
Tan necesaria como la mayoría, la oposición juega en
todos los regímenes democráticos un papel vital para la estabilidad del
gobierno. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, la oposición no es accesorio
sino complemento insustituible del orden democrático y no es exagerado decir
con Pasquino que la calidad de una democracia se mide, en mucho, por la
capacidad de su oposición. La oposición en las democracias contemporáneas
cumple también, entre otras funciones, la de oxigenar el debate público y
constituirse en una alternativa sólida para disputar el poder. Su tarea es no
dejar el campo libre al Gobierno, sino estimular la buena conducción de los
asuntos públicos; parte de su trabajo implica entonces evitar que los errores
le salgan gratis a un gobierno que eventualmente puede volverse ineficaz o
corrupto. De ahí que la democracia representativa tienda a operar mejor donde
se constituye una mayoría estable y una oposición responsable; de ahí también
que la ausencia de una mayoría firme y la formación de una oposición polarizada
o irresponsable, se asocie con el deterioro en la calidad de la democracia.
Cuando
los federalistas pensaron el sistema presidencial norteamericano, lo hicieron
persuadidos de que la relación Ejecutivo-Legislativo era el centro de grave-
dad para la salud y la estabilidad política de un régimen democrático. Dividir
el poder era una vacuna contra las tentaciones autoritarias, contra los excesos
personalistas o de grupo y contra una eventual complicidad tiránica entre
quienes hacen las leyes y quienes las ejecutan. Por desgracia, ninguno de ellos
vivió lo suficiente para observar el auge de los partidos políticos modernos y
para comprender la importancia para un presidente de contar con el apoyo que
una mayoría parlamentaria le otorga, a fin de llevar adelante las tareas de su
gobierno. Es por ello que en el presidencialismo, la formación de mayorías
parlamentarias ha sido un fenómeno necesaria- mente asociado, entre otras
variables, al desarrollo de los sistemas de partidos.
De esta manera, la formación de mayorías parlamentarias
en la democracia presidencial es un factor importante para explicar su
funcionamiento y desempeño, así como uno de los indicadores para comprender su
estabilidad. Del conjunto de rasgos característicos de todo sistema
presidencial, cuatro de ellos se encuentran directa- mente vinculados con el
problema de la integración de mayorías parlamentarias: 1) el Ejecutivo y el
Legislativo son elegidos de manera directa e independiente; 2) existen períodos
fijos para la duración de sus cargos tanto en el caso del presidente, como de
los legisladores; 3) el presidente no tiene facultades para disolver el Congreso;
y por último 4) el Ejecutivo tiene poder de veto sobre la legislación y ese
veto sólo puede ser superado por una mayoría extraordinaria.
En la
literatura politológica, el debate sobre los gobiernos divididos ha tenido dos
grandes áreas d e discusión; l a primera involucrada con e l estudio d e las
causas de estas formaciones políticas, y la segunda referida a su desempeño e
impacto en las relaciones Ejecutivo-Legislativo, en la generación de leyes, presupuestos
y políticas.
Como se ha señalado, los gobiernos divididos tienen como
elementos básicos la dinámica que se entreteje entre el sistema electoral y de
partidos, de ahí que las explicaciones sobre tales configuraciones políticas
respondan a las características institucionales de ambos. La teoría ha
distinguido cinco factores que inciden en la generación de un gobierno dividido:
1)el llamado voto diferenciado(splittiket); 2) el peso de las agendas
local y nacional; 3) el ciclo electoral, que comúnmente se cumple en
elecciones intermedias; 4) la existencia de expectativas electorales diferentes
en la elección de legisladores y Ejecutivo, y 5) un ejercicio de moderación
político-partidista que los votantes hacen mediante el sufragio.
Pero
después de todo, ¿qué diferencias existen entre gobiernos unificados y divididos?
Justamente, la otra gran vertiente de debate en los Estados Unidos está referida
al desempeño de los gobiernos bajo condiciones de división. Los primeros estudios
constituyeron una critica esencialmente ideológica sobre los peligros de los
gobiernos divididos. Se dijo entonces que estas formaciones políticas
disminuían la eficacia y efectividad del gobierno, afectaban la productividad
del trabajo legislativo y podían inclusive conducir a la parálisis, del mismo
modo que favorecían a la generación de conflictos entre el presidente y el Legislativo,
y finalmente, conducían a un manejo irresponsable del presupuesto público, lo
que irremediablemente llevaba a un déficit en las finanzas nacionales.
El estudio sistemático sobre los gobiernos no unificados
en los Estados Unidos hicieron cambiar varias de estas percepciones. David
Mayhew mostró, a principios de los noventa, luego de revisar los períodos de
gobierno entre 1946 y 1990, que no existía una diferencia significativa entre
la productividad legislativa bajo condiciones unificadas o divididas. Su
trabajo también arrojó luz en el sentido de que los presidentes que enfrentaban
un Congreso opositor, usualmente se las arreglaban para pasar sus proyectos de
ley más importantes y en tal sentido, la eficacia del gobierno no se ponía en
entredicho.
En otros
rubros, sin embargo, el debate es aún controversial. Por ejemplo, mientras
algunos autores mostraron que bajo gobiernos divididos el número de vetos presidenciales
se incrementaba significativamente, en contrapartida de las situaciones
unificadas, y de esta manera las relaciones entre el presidente y el
Legislativo tendían a ser más difíciles y conflictivas, otros opinaron que en
términos de hostilidad entre poderes, el número de investigaciones por parte de
comités del Congreso para fiscalizar el ejercicio de los recursos del
Ejecutivo, había disminuido desde el final de la Segunda Guerra Mundial y que
en ese sentido, la relación entre ambos poderes tendía a ser más cordial.
Un tema más, igualmente polémico, es el asunto del
déficit público como consecuencia de un gobierno dividido. Detrás de esta
aseveración hay una lógica simple: un Congreso mayoritariamente opositor
buscará modificar la política económica del presidente en los rubros de gasto e
impuestos, porque son las variables que afectan el bolsillo de clientelas
electorales específicas y porque lo que pretende es ganar simpatías de cara a
la siguiente elección. En estas condiciones, el Ejecutivo buscará ceder en
puntos estratégicos, tratando de salvar su programa y evitando al mismo la
parálisis de gobierno, lo que llevaría comúnmente a desequilibrios
presupuéstales. Aquí la evidencia empírica, en el caso de los Estados Unidos,
no es concluyente y sugiere que, mientras a escala nacional no hay elementos
para validar aquella premisa, en el ámbito estatal los gobiernos divididos comúnmente
tienen efectos negativos sobre el estado de las finanzas públicas. [sic]
No hay comentarios:
Publicar un comentario