Desde su formulación solemne en el siglo XVIII, el principio de la separación de poderes —la idea de que las distintas
funciones estatales corresponden a conjuntos de órganos (poderes) separados,
independientes y equilibrados entre sí— se ha considerado un
instrumento fundamental para la consecución de los objetivos del
constitucionalismo, esto es, para asegurar la organización racionalizada y la limitación del Estado.
Montesquieu atribuyó las distintas funciones estatales a órganos separados entre sí, pero interdependientes y en
posición equilibrada.
El poder legislativo «promulga leyes o enmiendas y deroga las existentes». El poder ejecutivo se encarga del poder de las relaciones
exteriores y se le encomienda la vigilancia de la seguridad interior («poder coactivo que asegura la paz interior y la
independencia exterior»). El poder de juzgar castiga
los delitos o resuelve jurídicamente las diferencias
entre particulares.
Estos poderes deben ser
confiados a órganos separados y mutuamente
independientes si se quiere impedir el naufragio de la libertad, pues «es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder
tiende a abusar de él: llega hasta donde encuentra
límites. Para que no se pueda abusar del poder es preciso que
por la disposición de las cosas el poder frene
al poder».
La opresión se evita dividiendo al poder, distribuyéndolo entre órganos independientes e
iguales entre sí. «Todo estaría perdido si el mismo hombre y
el mismo cuerpo ejerciese los tres poderes: el de hacer las leyes, el de
ejecutarlas y el de juzgar.»
El poder legislativo ha de
estar separado del ejecutivo: a) por el carácter general y abstracto de la
ley, independiente de casos concretos, y b) porque el ejecutivo debe estar
ligado u obligado por la ley y, en consecuencia, ésta ha de quedar fuera de su
alcance.
El poder judicial ha de estar
separado del legislativo por la misma razón: si ha de aplicar la ley, ésta ha de quedar fuera de su alcance.
La unión del poder judicial y el ejecutivo alteraría asimismo el significado y la observancia de la ley.
El descrédito de la teoría de la constitución equilibrada provino de su adecuación a una sociedad no democrática, dividida en clases
sociales a las que se quería conceder su oportunidad en
el gobierno; ello contrastaba con la situación revolucionaria de América y Francia que desconocen o abolen la aristocracia y la
monarquía.
La preponderancia del
ejecutivo parecía más grave en América, dada la clara injerencia
del gobernador en los asuntos de la comunidad. Por eso la primera manifestación revolucionaria americana mostrará claramente su orientación hacia una organización del Estado que repose en el principio de la separación de poderes. No se temerá, en una sociedad democrática, que el ataque a la libertad provenga de una clase
social que oprima a las demás, sino de los propios
gobernantes. Si se delimitan y se especifican sus funciones y se establece su
control directo por el pueblo se reducirá el riesgo de despotismo y
arbitrariedad.
Las diversas funciones quedan
encomendadas a poderes separados, pero con importantes atribuciones de
colaboración y sobre todo neutralizadoras
de los posibles abusos de sus titulares principales. En la Constitución federal americana se restauró el poder de veto en el presidente, aunque fuese un veto
cualificado. El poder de nombrar cargos se confería asimismo al presidente,
aunque fuese necesaria la confirmación del Senado para los
superiores. El poder de declarar la guerra se atribuyó al Congreso...
La recepción del principio de separación de poderes en Francia será mucho más radical y doctrinaria no sólo porque, en efecto, se piensa que otra ordenación constitucional chocaría con el carácter democrático de la revolución, sino porque no había existido una experiencia
francesa de la Constitución equilibrada que, de haberse
producido, seguramente hubiera matizado el rechazo libresco de tal sistema, y
porque además los peligros de involución no desaparecieron y la admisión de la Constitución equilibrada hubiese supuesto
para la mentalidad revolucionaria conceder alguna oportunidad a la monarquía y, sobre todo, a la aristocracia, rechazadas.
El pensamiento de Rousseau era
incompatible con la idea de la división de la soberanía que le merecía duros sarcasmos.
Clarificando el carácter de las funciones del
Estado, Rousseau subrayó, asimismo, la condición meramente «comisoria» del llamado poder ejecutivo. Las características que él atribuía al cuerpo social se confirieron por el Constituyente a la
Asamblea legislativa y las del poder ejecutivo al Rey y sus ministros. No habría lazos entre estas ramas, cuyas funciones diferentes son
claras y precisas: la una quiere, la otra actúa.
El poder constituyente
establece diversos poderes constituidos: Asamblea legislativa, Gobierno,
jueces, que son independientes entre sí y disfrutan del mismo rango.
Ningún veto se requiere entre
ellos, pues si alguno se excediera, la convención del pueblo intervendría y retomaría el poder que ha delegado. La
Constitución de 1791 acepta una extrema
división de poderes y comienza
declarando abolidos todo género de privilegios y
distinciones sociales. Proclama el carácter indivisible e inalienable
de la soberanía del pueblo, aunque se
precipita a señalar después que la nación sólo puede ejercer sus poderes por delegación a través de sus representantes, la
Asamblea nacional, el Rey y los jueces elegidos.
El principio de separación de poderes ha quedado reducido en la práctica, como después veremos, a una cierta
especialización funcional, salvo en lo que
se refiere a la independencia judicial.
Carré de Malberg, recogiendo posiciones como la de Jellinek y
adhiriéndose al criterio de autores
como Duguit, Moreau, Cahen y Seignobos frente a algunos defensores del
principio como Esmein y Michoud, ha señalado tres grandes reparos al
principio de separación de poderes. En primer lugar,
esta idea tal y como fue formulada por Montesquieu —y se trata de un reparo de tono general o filosófico— atenta contra el principio de
la unidad del Estado, rasgo consustancial de la moderna forma política. «La influencia del dogma de
Montesquieu —escribe Carré— es ciertamente disolvente, ya que la separación de poderes, al descomponer el poder estatal en tres
poderes, que no tienen cada uno sino una capacidad de acción insuficiente, no conduce a otra cosa que a destruir en el
Estado la unidad que es el mismo principio de su fuerza.» Según Carré, el principio de la unidad estatal se observa reconociendo
al Estado una personalidad jurídica que opera a través de determinados órganos que ejercen los poderes
de que están investidos no como
capacidades personales, sino como competencias estatales. La segunda crítica que realiza Carré se refiere al principio de la
separación funcional entre los órganos: la exclusividad funcional ni es de hecho practicada
ni conviene que lo sea.
Las constituciones no sólo instituyen vetos o poderes de frenar, sino que
instrumentan la cooperación positiva entre los diversos
poderes. Montesquieu se ocupó sólo de la neutralización pasiva (le pouvoir corete le
pouvoir), pero creyó en la solución automática, como veíamos, de los problemas de cooperación en el seno del Estado.
La tercera objeción al planteamiento de Montesquieu se refiere a la afirmación sobre la igualdad de los órganos. Esta igualdad,
afirmada explícitamente por Montesquieu y
las Constituciones francesas que recogen el principio de la separación de poderes es ya negada —como observaron Orlando y
Duguit— como consecuencia de la
afirmación de la superioridad de la ley
que ha de ser observada por el ejecutivo y el juez: es absurdo pensar que la superioridad
en las funciones no se va a transponer a los órganos encargados de
realizarlas. Pero además es incompatible con el
principio de la unidad de poder, irrenunciable en el Estado moderno. Jellinek
señaló que es indispensable que en todo tiempo exista un centro único de imputación y de voluntad, un órgano preponderante. Sería, en efecto, contrario a la
unidad estatal que el cuerpo legislativo y el jefe elegido del ejecutivo puedan
mantener, cada uno por su parte, dos políticas diferentes: para evitar
tal dualismo se necesita que la Constitución haya reservado a una de
estas autoridades un poder especial que le permita, en caso de necesidad, hacer
prevalecer sus puntos de vista y su voluntad.
Según señala Mortati, el principio de
la separación de poderes comprende las
siguientes tesis: 1) Los órganos que integran los
diversos poderes llevan a cabo las diferentes funciones estatales.
2) Estas funciones son atribuidas en exclusiva a diversos órganos, cuya estructura parece adecuarse mejor a su
realización.
3) Cada poder actúa independientemente, de modo
que se preserve su autonomía.
4) Cada poder opera por medio de actos específicos. El poder legislativo cumple su función por medio de leyes; el ejecutivo actúa mediante decretos, y el poder judicial mediante
sentencias.
5) La actuación de cada poder aparece dotada
de una eficacia determinada: fuerza de la ley, eficacia de la cosa juzgada y
ejecutoriedad del acto administrativo. [sic]
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